domingo, 9 de mayo de 2010

miro el pan sobre la mesa con su mantelito azul y sus rodajas de piña dulcísima. lo recuerdo desde siempre en la bandeja azul-farmacia, de cristal translúcido, junto a la jarra turbia llena de leche con vainilla y el trozo ínfimo de chocolate. miro el pan entero, virgen de todo roce más allá del hombre que lo amasó, horneó, y dispuso sobre el estante de madera: puro, mitológico, inmaculado. con mi mano derecha acuchillo su cuerpo íntegro y alimenticio. rebano su cabeza. hiendo mis dedos en la masa blanca de su vientre y la arranco para llevarla hasta mi boca. trago este pan asesinado, muerto por mis manos, descuartizado. lleno el cuchillo de esa gelatina inconsistente que madre llama "La Mantequilla", lo hundo hasta el fondo del pomo que la contiene y puedo sentir su dolor, la pena gelatinosa de saberse dividida, fragmentada, disuelta. guardo otra vez el pan (lleno ya de "La mantequilla"), intento recomponer su figura desmembrada, su silueta maltrecha. madre me ve, sus ojos anegados en llanto. se limpia las manos en la servilleta (desechable, como el pan). a tumbos se levanta, se pierde tras la mampara de la cocina y cuando vuelve, sonriente otra vez, trae entre los senos maternales un pomo de pastillas.

(quiero comer pero el asco me domina. vivo sobre los cadáveres de todo cuanto existe.)

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