lunes, 17 de mayo de 2010

La Hora

Lo sentí irse. Sacudir lentamente la costumbre y la memoria; desprender, de un manotazo, el tiempo. De espaldas era un animal común: patas, cuerpo, cabeza. Un animal que en algún punto habría de saciar sed, hambre y cansancio. Lo sentí arrastrar sus pies graves, aplastar con desgana la tierra roja y seca, imponer su vacuidad al campo, fundirse con el polvo enojoso de la tarde. Tenía los músculos flojos, hastiados de la vigilia, distendidos más allá de la mueca o la fatiga, simplemente inertes. No podía verla pero imaginaba su sonrisa, esa estúpida expresión de bestia satisfecha, ese arrobamiento impúdico que corona la satisfacción de una necesidad tan elemental como impostergable. Lo sentí suspirar, humedecer con su lengua porosa los labios resecos, contraer las pupilas voluptuosas, levitar sobre el camino exangüe y las hojas calcinadas de los plátanos.
Cuando se marchó del todo y el camino no fue más que un absurdo hilo empolvado y solitario, me desmayé. No lo sé a ciencia cierta pero sospecho que pasaron horas antes de que lograra despertarme y ponerme en pie. Aún estaba desnuda y me dolía todo el cuerpo. Sobre la tierra, extrañamente húmeda, mi virginidad se escurría como un mínimo terror grabado en sepia.

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