Yo no sé bien cómo se aprende a vivir con la respiración bajo control y las sonrisas contadas para los amaneceres; cómo se computan los billetes para que el fin de mes no asome siempre con su canilla floja y su mazo de nabos entre el abrigo y la camisa; cómo se destapa uno la alegría y sonríe después de tanto perro muerto, de tanta abuela enferma, de tantos gorriones esperando el pan que sobra de este exiguo desayuno que inventamos para arrebatarle a la mañana su razón y fe de vida.
Abro los ojos como una contraseña para desentenderme de mis sueños y mis ganas, como quien cumple una penitencia o paga una promesa, como quien camina por su tiempo con los ojos fijos en el contén por si algún día aparece una cartera que le salve la vida o le alcance para la cena de esa noche, para el paquete de globos que de niño nunca
pudo comprar.
Yo no sé muy bien cómo de pronto y a golpes se convierte una en la amable viejecita que riega su jardín y sonríe a este hombre que le mira, entre desconsolado y feliz, y aún así, bajo las mangas de su camisa sin planchar y llena de cosas como sudor, café, jugo de tomates frescos, exige más que pide: créame otra vez señor, estoy mal hecho. Y entonces se remanga la vida, pleno de ese impudor animal que tan bien le sienta a
los descamisados, y como un manual de anatomía clandestina enumera: esto es la alegría, esto la tristeza, esto mi mano, esto la uña que recién decapité a mi dedo...
Y te dice déjalo fuera, y habla de visa y pasaporte, y se empeña en llamarse ciudadano, y reniega: no la hierba, no el ron, no el sexo sin preservativos. Y todo vuelve al sitio en que debió permanecer y entre los dos cerramos las puertas de la casita de alquiler para que no entren los amigos en la madrugada; y nos subimos a un mástil para imaginar el mundo aunque finalmente sólo hubiese aeropuertos, aviones,
cartas de invitación, despedidas con prisa, sobresaltos, amores para traducir a otros idiomas, miedo...
Y pasa un mes, dos, un año... y cuando al fin se va no queda nada que decir porque todos han dejado de pensar en él, como si hubiese realmente muerto, o viviera perdido de la gente, entre recuerdos y cartas añejas y borrosas por culpa de la sal.
y ahora vuelve uno, dos, diez años después, a preguntar por el perro, los libros, la begonia, su taza transparente de tomar el café. Como si la nostalgia pudiese devolverle el tiempo, como si no hubiésemos muerto todos ya y esto no fuera sino una torpe farsa de la vida que fue.
Yo no sé muy bien tantas y tantas cosas y no quiero sino una cuerda, una maldita cuerda para romperme las neuronas y dejar que el alcohol haga el resto mientras vuelve a ser la hora de mirar a este hombre que eres tú, barbado y loco, contonearse calle abajo en la gran vía al tiempo que descifra sus recuerdos: este es mi barrio, esta mi esquina, este mi pedazo de jardín...
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