viernes, 22 de enero de 2010
babelísima (fragmentos)
El tiempo, Dios mío, otra vez el tiempo que no me va a alcanzar porque cada día tengo que lavar y alimentar mi cuerpo, que darle descanso para que esta maquinaria delicada y casi perfecta no pare de trabajar y el tiempo no se me detenga de golpe, como un porrazo policial. Y si muero mañana, si esta misma tarde la espalda no deja de dolerme porque una extraña bola crece en el fondo del pecho y comprime impíamente esta saco de células al que dedico mis mejores horas. Y si esta misma tarde un tarado al timón bosteza en el instante en que saco los pies de la acera para cruzar la Gran Vía y no logra verme, y me tritura, o me mata dulcemente del susto, o me deja escasamente viva y parecida a una malanga informe e inmóvil, dormida. De qué habrá valido entonces dar de comer y de beber a este cuerpo, de qué consentirlo, agasajarlo, tenerle fe. Y quién de entre todos estos que hoy me aplastan con sus burdos piropos, los que no me entienden, los que están convencidos de que soy rara, o imbécil, o pretenciosa, quién saldrá de esta masa asquerosamente humana, de este grupo de animales vestidos y reprimidos como perros a quienes mucho se golpeó, quién, a ocuparse de que mis pies no se tuerzan y parezcan mis raíces, quién abandonará la absurda idea que tiene de su vida para hablarme al oído muerto, consolándose a sí mismo, convenciéndose de que voy a volver. Quién, Dios mío, si el tiempo entonces no va a poderme, si el tiempo entonces va a revolcarse como perro rabioso porque ha perdido a uno de los suyos, si va a defender ese pedazo de sí que soy yo misma alentando la esperanza del regreso en las manos y los ojos de quien me cuida. Pero quién, Dios mío, dime quién, va a soportar los años que estaré tendida sobre un colchón de esponja, vagando sin espacio y sin tiempo en qué difícil dimensión. Nadie. Nadie verá esa estúpida prolongación de mi existencia, ese apéndice de vida que pretenden regalarnos los doctores. Nadie va a impedir que alguna mano entendida- tal vez la mía- corte de un tajo este cuello, dulce y delgado. Nadie va a impedir que me sustraiga de esa trampa de esperanza y me arranque a su morbosa complicidad benefactora porque alguien en este mundo corto y remoto me amará suficiente para salvarme, para clavar una estaca en medio de la esfera y responder a mis hermanos que preguntan, fundiendo sus iras en un único ojo ¿quién te ha hecho esto?, y les dirá: ha sido Nadie.
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