Y me pregunto qué sabe del dolor quien no ha perdido un día el segundo único de arrepentirse y decir basta, ahora no, nunca más...
Quien no ha decidido jamás negar un hijo, sacarlo de su vientre con una cuchara afilada y verlo mientras se desangra, sepultado antes de nacer entre trozos de algodón sanguinolento en una mesa de hospital, bajo el sonido metálico de la máquina que aspira y la luz inquisidora de una lámpara de techo.
Qué saben del dolor los que siempre fueron felices, y sonríen, y viven su mañana en las pasarelas de la tarde, entre carteras Dolce and Gabanna, libros de autoayuda, y zapatos de puntera fina.
Los que nunca alquilaron su cuerpo, los que jamás fueron violados, aquéllos a los que nadie señaló con el dedo.
Vuelvo al hogar, a esa extraña cosa que llaman la familia, y me siento en las piernas de la niña que fui a contemplar entre ironías cómo pasa otra jornada sin que hayamos descubierto la manera de querer sin hacernos daño.
Entonces recuerdo que el dolor no es un sistema, ni un amuleto, ni siquiera una disculpa para estas horas de café amargo y lentas recriminaciones.
Vuelvo al hogar, a esa extraña cosa que llaman la familia, a la utopía.
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