Nieva. Pequeños animales de hielo se afierran a los bordes deshechos de mi camisa blanca, sujetos al calor de mi cuerpo buscan un tranquilo refugio para el largo viaje que han hecho del cielo a la tierra. La nieve se escurre entre los dedos de mis pies y se roba, por tan sólo segundos, la huella que había sembrado sobre el terreno infértil, fangoso por las primeras apariciones de la escarcha. La nieve, ya agua, besa la tierra con la desesperación de un abrazo que tardó más de lo necesario y la tierra se entrega, deseosa, a este cíclico ritual de apareamiento.
Es tanto el silencio que puedo escuchar el gemir de los animales recién caídos sobre mi camisa, su llamado dulce y triste para reencontrar la manada; tanto que puedo sentir el tragar lujurioso de la tierra seca, y hasta la prisa de la gente que, apenas una semana, abandonó la aldea. Los restos del viejo edificio azul desaparecen bajo incansables remolinos blancos y el frío rasca sus carnes contra la quietud de mis tobillos descubiertos. Me gustaría ver a mi madre y mis hermanas regresar del templo- las cabezas cubiertas para evitar el persistente coqueteo del frío- y pienso que tardan demasiado en volver.
Para cuando lleguen toda mi camisa será un inmenso zoológico de bestezuelas que saltan o se acurrucan en mis brazos para darme calor. Casi todos habrán encontrado a los suyos y el silencio será menos alegre, sólo quedará el eco de las últimas oraciones, algún que otro lamento nacido del dolor de pisar un guijarro, o el aullido de un perro que se rezagó a la espera de sus dueños.
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