Una desazón... un no sé qué en el pecho, una maldita tristeza.
Unas ganas espantosamente ciertas de hundirme hasta los huesos
de calarme las ojeras y dejar de mirarme en el espejo
de abrirme las venas como si no fuesen sino una lucerna
listas para dejar correr su sueño de agua.
Y en medio esta maldita soledad como una contraseña,
una deuda infinita e imposible,
una invitación a la esperanza
una muralla rota.
Y toda la violencia de las horas que no acaban de morir pero agonizan
suave y dulcemente
acomodando su dolor entre mis piernas
y finalmente el grito, un grito
una fuga
una palabra.
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