Él no sabe los nombres de mis gatos, pero sabe que mi silencio está más allá de la tristeza. Él no sabe escribir las palabras de mi desaliento, ni los verbos que resbalan sobre el borde filoso de mi memoria. No sabe de mis tiempos pasados, de mis camuflajes, de las sombras insondables detrás de una cucharada de helado o un trozo de chocolate amargo. Pero entiende el color de mis ojos, la risa irreverente, el suspiro interminable que conecta mis pulmones con el sufrimiento del mundo. Él no sabe la medida exacta de mis bolsos de viaje y no recuerda la talla de mis zapatos, no tiene idea siquiera de cómo pudiera dejar de respirar cerca de una botella de cloro o una gota de amoniaco, pero ha sostenido mi mano cuando sólo quiero volar al infinito como un pequeño globo de cumpleaños, como un conejo gris que salta indefenso entre las ruedas de los carros, atormentado, que ha perdido el agujero al que llama casa porque alguien ha movido de lugar el universo.
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