Entrar a la ciudad desde el mar oprime. De a poco el aura cambia, se vuelve densa y angustiosa, las historias camufladas puertas adentro dejan salir su energía oscura que se cierne sobre cada cosa, pegándose a las paredes, al acecho bajo un poste de luz, una pared derruida, el grito de dolor de un perro callejero apaleado por la cruel diversión de unos niños recién liberados del castigo paterno. Pero el regreso es inevitable.
Frente al cuartel de bomberos miro las calles de mi ciudad sin decidirme por ninguna. A estas horas, cuatro de la madrugada, cualquiera es buena o mala opción: río, medio, milanés. Como si se tratase de un juego, elijo: ninguna ha de llevarme directamente a casa. A mis espaldas, niños de diecisiete años dejan correr sus hormonas en poco originales piropos: son los reclutas. En uno o dos años a lo sumo la mayoría habrá vuelto a su vida, lejos de esta historia del servicio militar obligatorio que ninguno, salvo contadas y muy inquietantes excepciones, querrá recordar. Oigo sus risas, los silbidos que me dedican y que sólo alcanzan, bien lo saben ellos, para espantar el sueño y la modorra de una guardia nocturna. Quiero devolverles el gesto. Dejo que el aire levante mi vestido sin oponer resistencia. Oigo sus gritos de entusiasmo. Gracias a este segundo no volverán a sentir sueño en toda la noche. Ya imagino el desayuno en la mañana, el cuento exagerado en sus mínimos detalles, la envidia de quienes dormían, el desconsuelo genuino del pecoso que lleva espejuelitos, ése que aún no conoció mujer.
Al final será la calle Medio- Independencia según la nomenclatura oficial, víctima ésta del desdén ciudadano-. Las luces amarillentas de los comercios cerrados tiñen las aceras de un tono sanguinolento que remite a los orígenes de la villa, mucho antes de la brutal conquista española, cuando los primeros pobladores -en franco marcaje territorial- dieron cuenta de una banda de merodeadores europeos.
Subo las primeras cuadras: la taberna Vigía, desde cuyas hermosas y artesanales banquetas de madera un estudiante de medicina que cursa ya el segundo año y sueña especializarse en cirugía, intenta venderme una preciosa gargantilla de oro. A su costado, aún en uniforme de camarera, la joven de veinte años que cambió licenciatura por escoba y que ha venido a comerse una hamburguesa con papas y tomarse un refresco de Cola porque el cansancio no la dejará preparar bocado al llegar a casa. Cien metros arriba un restaurante (cerrado), un bar soterrado (cerrado también), la casa de la asociación de artesanos siempre tan decorada que parece en lucha constante contra el horror vacuis- en la galería una exposición de bolsos manufacturados en cuero y fibras vegetales- sin precio a la vista pero vendibles y comprables como todo en este edificio; más allá del parque esquinado una librería de ejemplares usados (donde encontré un tomo de más de cien años!) y luego bancos, ferreterías, iglesias, oficinas, un violinista que, embriagado, repite los exquisitos primeros compases de la bella cubana y a cuya ventana (vida) me asomo indiscreta con la esperanza de no ser descubierta.
Amo esta ciudad a pesar del desgaste, de la indolencia que convierte edificios majestuosos en basureros, de la retráctil y escurridiza bohemia de pintores y poetas que ya no son el alma sino la olvidada retaguardia de la capital provincial y a cuyas glorias pasadas debe el apelativo de Atenas de Cuba. Ignoro que me ha visto ya el músico y se acerca, violín al hombro, para invitarme a este raro concierto sin espectadores.
La habitación (dormitorio-sala-comedor-cocina) mide unos escasos dieciséis metros cuadrados, un cuarto de ellos destinado a acomodar un atril, dos cajas de partituras, y una funda de lona reforzada para el violín y las cuerdas de recambio. El arco, más viejo que el resto, perteneció a un antiguo profesor a quien se puede encontrar, presa de la insania, compartiendo migas de pan con los gorriones mientras toma el sol en la glorieta del parque frente al palacio de gobierno. de vez en vez y sonriendo a un interlocutor que por inexistente no alcanzamos a ver, señala el maestro a la planta alta de la biblioteca de mayores- antiguo casino español- donde fuese aclamado hace casi medio siglo.
Cuarenta y cinco minutos y varias interpretaciones después, me escurro de vuelta a la calle. Tras la ventana de siempre, el violinista apenas nota mi ausencia. Mañana no recordará haberme visto. Seré como uno de esos acordes que se resisten a la mano del ejecutante volviéndose una pesadilla hasta que, vencidos, se pierden en la consecución de un movimiento entero.
Poco a poco esta vía estrecha se convierte en camino cuesta arriba. levemente curvas, diseñadas para que el sol pegue en ambas aceras a alguna hora del día, las calles primigenias de la ciudad van del mar a la cima de la loma, las casas construidas en la ladera en un conocimiento que perdimos después, cuando empezaron a engendrarse esos barrios a los que es preciso entrar brújula en mano o bajo la guía experta de un vecino si no se quiere correr el riesgo de perderse en la reiteración de fachadas, vanos, ventanas; tal parece obra de un espejo mágico capaz de duplicar, triplicar, quién sabe si quintuplicar una vivienda en sus mínimos detalles ubicándola en cada una de las direcciones posibles de esta rosa náutica plantada para confundir a los intrusos y ejercitar las artes de orientación de los recién llegados. Me molesta pensar en la ciudad que será cuando todos los viejos edificios caigan víctimas de sus años o alguna mortal enfermedad, a saber: bonsáis en las paredes, desgajamiento del enrejillado, pérdida de la viga central, grietas, filtraciones, olvido...
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