Fue la primera vez. Tenía los ojos abiertos y la pupila se perdía bajo la nata lechosa que le abultaba el iris como si fueran los ojos de un pez muerto. Dos manchas groseras y blancas comiéndose a poquitos unos ojos tan lindos. Yo la veía tantear la ventana con su mano transparente; veía sus dedos reptar por sobre la madera áspera y deslucida hasta encontrar el mango del espejo y llevárselo a la cara, como si aún pudiera verse con aquellos dos pegotes blancos que le crecían tras los párpados. Luego vinieron otras veces. No recuerdo cuántas. Su mano siempre encontraba el espejo y luego la cara, y allí estaban aquellos ojos suyos, hundidos en una neblina asquerosa y hambrienta. Yo la miraba y sentía que ella también me miraba, que actuaba para mí su pequeño papel desde un escenario tan inverosímil como inexpugnable. Fue la única vez. Ya no puedo verla pero sospecho que al final sonreía.
He mandado tapiar la ventana.