miércoles, 20 de octubre de 2010

Azul

A M.

Él la violó. Y si yo no hice nada fue porque ella me lo pidió con tanta vehemencia como si en ello le fuera la vida. Me lo dijo bien clarito y más de una vez: no hagas nada, ya fue. Para cuando entramos otra vez al carro ella llevaba la blusa rasgada y el pelo lleno de agua de mar. A mí me daba una rabia verla así, mandándome callar mientras yo sabía bien lo que había pasado. Pero uno no es quien para decidir sobre las violaciones que otro sufre y quiere guardar en silencio. Así que nos acomodamos como pudimos en el asiento de atrás del ladita azul; yo con los ojos fijos en la nuca cochina y sudada de aquella bestia en pantalones, ella disimulando el desorden de su ropa y su pelo, el dolor que le hacía torcer la pierna derecha hacia fuera como si se tratase de una prótesis en lugar de una pierna real. Fue ahí cuando pensé que quizá tuviese algún hueso roto, porque no era natural ese ángulo, ni que para moverse del sitio tuviera que cargar el pie con ambas manos como si se tratase de un gusano gigante. Pero ella sonreía disimulando el dolor atroz que debía estar sintiendo, y me pasaba la mano por la rodilla como si fuese yo y no ella quien necesitara consuelo. Sentí tanta rabia que pude haberlo matado allí, sin más, sólo con que ella me lo pidiera. Yo le miraba los ojos como diciendo déjame matarlo, déjame matar al hijo de puta. No tenía ni que habérmelo pedido, con un movimiento de cabeza habría sido suficiente, con un guiño, hasta con haber cerrado los ojos. Yo hubiera sacado la navaja de mi monedero y se la hubiera clavado entre las vértebras cervicales. Después todo hubiese sido cuestión de correr y dejarlo desangrarse, paralizado. Aunque pensándolo bien quizá hubiese tenido que cargar con ella, ponerla sobre mi espalda porque por mucho que disimulara ya yo sabía bien que no iba a poder acomodarse a horcajadas con ese lastre de pierna. Metí la mano y toqué el lomo de la cuchilla calculando que si se decidía ahora todavía podría matarlo sin que nadie nos viera. No dije ni una palabra porque no hacía falta. Yo simplemente esperaba su orden o su consentimiento pero ella seguía mirándome de frente, convencida de que si se desmayaba iba a despertarse junto al cadáver del hombre que la había violado. Salimos de la zona de playa y entramos en la ciudad. Cada vez era más evidente que todo iba a quedar como estaba, y que nosotras volveríamos a la escuela como si nada, como si nadie hubiese estado a punto de ahogarla sólo para asegurarse de violarla sin resistencia. Casi no había tráfico porque era muy de madrugada aún y las cuadras se sucedían con una rapidez de vértigo. Y ella ahí, aguantando, con la sonrisa congelada en medio de la cara, cada vez más lívida. Cuando empezó a aclarar pude verla mejor: tenía moretones por el cuello y la cara, como si él hubiese intentado estrangularla. Yo podía sentir mis ojos inyectados en sangre, exigiéndole una licencia, un compromiso con la realidad que ella quería evadir a toda costa. Nos bajamos en un semáforo en una de esas calles que cuando están vacías resultan tan irreales que parecen de atrezzo. Todo lo que quedó de ese día fue la imagen de una mancha azul que se perdía entre los carros. Eso, y la certeza de que si ella me lo hubiese pedido yo hubiese tenido que vivir para siempre con un muerto en la cabeza.

lunes, 18 de octubre de 2010

concupiscencia

entro a la ciudad desde una calle
(anónima, única, cualquiera)
veo las casas, los ríos, el camino despoblado
(que nunca conduce a ningún sitio)
y al final
la finca
sin mangos ni matas de naranja
sembrada de tilapias
mar sobre mar
jaula de agua dentro de jaula (de agua)
tierra seca y sin tierra
y los peces saltando fuera
a su libertad
para dejarse morir
como mangos que se pudren
sobre un lecho de hojas
como si prefiriesen el sol y la agonía voluntaria
a los abismos inciertos
de una red quincenal
y luego allí, varados
boquiabiertos
dar fe de un albedrío poco menos que divino
poco más que humano
simplemente animal
y adentro, en la casa de campo
guatacas y machetes
bajo capas de óxido y hastío
ridículos ya en su dignidad
de fango y tierra
imposibles en este mundo
donde un hombre
con el corazón de surco
añora los días felices de escardar posturas
mientras juega
desapercibido
con un manojo de anzuelos